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Aquellos polvos trajeron estos lodos

junio 22, 2020
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¿Por qué América Latina es la porción más pobre, convulsa y subdesarrollada de Occidente? Si hay algo que siempre resulta incómodo es encontrar responsables. ¿Hay culpables directos de nuestro fracaso relativo? Una posible aunque parcial respuesta es la siguiente: las élites, los grupos que orientan y dirigen cada estamento de la sociedad, quienes actúan desde cierta estructura de valores o desde ciertos presupuestos intelectuales que no son los más adecuados para propiciar la prosperidad colectiva. No hay, pues un culpable. Grosso modo, los responsables son la mayor parte de quienes ocupan las posiciones de liderazgo en las instituciones y estructuras sociales. Ellos, hijos de una cierta historia, con su visión limitada, sus creencias equivocadas y con su conducta impropia alimentan un clima que propende a perpetuar la pobreza.

Los políticos

Comencemos por los políticos, dado que se trata de los ciudadanos más visibles. Hoy es de tal naturaleza el descrédito de los políticos en América Latina, que para poder salir electos tienen que demostrar que no son políticos. Que son otra cosa: militares, reinas de belleza, tecnócratas. Cualquier cosa menos políticos. ¿Por qué? Porque la corrupción impune es casi la regla, y en épocas de crisis económicas las sociedades suelen ser rigurosas con los que han medrado. La escandalosa corrupción latinoamericana se expresa de por lo menos tres maneras nefastas: la clásica, que consiste en cobrar comisiones y sobornos por cada obra que se asigna o cada regla que se viola en beneficio de alguien. La indirecta, que es la corrupción que se permite para beneficiar a un aliado circunstancial. Existen, por ejemplo, políticos corruptores que son (o se creen) ellos mismos incorruptibles. El dominicano Balaguer o el ecuatoriano Velasco Ibarra fueron buenos ejemplos de políticos que personalmente no tenían apego a los bienes materiales, pero alimentaron en otros la codicia como una forma de sostenerse en el poder. Y la tercera corrupción, la más costosa: el clientelismo. La utilización frívola de los dineros públicos para comprar a grandes grupos de electores con prebendas y privilegios injustificables. Es como si los políticos no fueran servidores públicos elegidos para obedecer las leyes, sino grandes o pequeños autócratas que miden su prestigio por las normas que son capaces de violar, pues ahí radica la definición del verdadero poder en América Latina: son importantes porque están por encima de las reglas. No se encuentran sujetos al escrutinio ni a la auditoría del pueblo: son ellos los que vigilan al pueblo, aunque sea éste quien paga su salario.

No sería justo, sin embargo, cargar las tintas sobre los políticos. Las élites son, en gran medida, un reflejo de la sociedad en la que actúan. Si su conducta se alejara radicalmente de los patrones de comportamiento de la sociedad, serían rechazadas. Para que funcione un extendido sistema de relaciones clientelistas como el que está presente en América Latina, es necesario que en el seno de la sociedad prevalezca una especie de tolerancia cómplice con cuanto sucede. La verdad es que una parte sustancial de los latinoamericanos alimenta o tolera un tipo de relación en el que la lealtad personal se expresa en la entrega de privilegios, y en el peso relativamente escaso que se le concede a los méritos personales. El establecimiento de verdaderas “meritocracias”, lamentablemente, forma parte de la retórica política y no del comportamiento real. Más aún: en una cultura como la latinoamericana, en la que el ámbito fundamental de la lealtad es el círculo de los amigos y de la familia, porque se desconfía profundamente del sector público, y en la que la noción del bien común suele ser muy débil, es predecible que los políticos más exitosos sean aquéllos que establecen una forma de recompensa para sus allegados y simpatizantes.

Los militares

Si los políticos corruptos son y han sido responsables de numerosos males de América Latina, algo similar puede decirse de los militares. En nuestros días, mientras en el mundo democrático desarrollado se presume que el papel de los militares es proteger a las naciones de los peligros exteriores, en América Latina estos cuerpos de ejército se han autoasignado la tarea de salvar la patria de los desmanes de los civiles, imponer por la fuerza alguna versión cuartelera de la justicia social, o, simplemente, mantener el orden público ocupando la casa de gobierno, actitudes que, de facto, los ha convertido en verdaderas “tropas de ocupación” en sus propios países.

            Se ha dicho que este comportamiento de los militares latinoamericanos es una directa influencia de la llamada “madre patria”, pero la verdad histórica es que cuando se establecieron casi todas las repúblicas latinoamericanas, entre 1810 y 1821, los levantamientos militares en España habían sido excepcionales y poco exitosos. La época de los “pronunciamientos” en la Península coincide con fenómenos similares en América Latina, pero no los precede. Más bien pareciera que el caudillismo militar latinoamericano, que generó innumerables guerras civiles en el XIX y largas dictaduras en el XX, es un fenómeno histórico básicamente latinoamericano, vinculado a una cierta mentalidad autoritaria que no respetaba la existencia de reglas o valores democráticos.

            Aunque América Latina ha conocido dictaduras militares desde el surgimiento de la independencia, a partir de los años treinta y cuarenta de este siglo, a partir de Getulio Vargas en Brasil y de Juan Domingo Perón en Argentina, esas dictaduras se creyeron designadas por la Providencia para impulsar el desarrollo económico desde el Estado, y para encargarles a altos oficiales el desempeño de tareas gerenciales dentro de empresas estatales. La idea básica, siempre desmentida por la práctica, era que en naciones como las latinoamericanas, en donde las instituciones eran débiles y los hábitos desordenados, sólo las fuerzas armadas tenían el tamaño, la tradición y la disciplina para llevar a cabo la tarea de crear grandes empresas modernas capaces de competir en el complejo mundo industrial del siglo XX.

Esa injerencia de las élites militares en la gestión económica de América Latina ha sido nefasta para el desarrollo de la región. Primero, porque también y en gran medida fueron presa de la corrupción, pero, sobre todo, porque distorsionaron el mercado con empresas protegidas, tendentes al gigantismo y a la obesidad de las plantillas, convirtiéndose cada una de ellas en un coto privado dedicado a darle empleo a los simpatizantes del aparato militar, lo que significó una enorme pérdida de recursos para toda la sociedad. Al mismo tiempo, esas empresas, a salvo de la competencia en nombre de una supuesta importancia estratégica que las convertía en otra expresión del patriotismo, generalmente evolucionaban hacia la ineficiencia y el atraso.

            No sería justo atribuirles a los militares la exclusiva del caudillismo, porque es evidente que ha habido caudillos entre los civiles ―Hipólito Yrigoyen, Arnulfo Arias, Velasco Ibarra y Joaquín Balaguer son casos notables―, pero es entre los hombres de uniforme donde se cuenta el mayor número de caudillos-dictadores: Juan Vicente Gómez, Rafael Leónidas Trujillo, Juan Domingo Perón, Tiburcio Carías, Jorge Ubico, Anastasio Somoza, Omar Torrijos, Alfredo Stroessner, Manuel Antonio Noriega o Fidel Castro, son buenos ejemplos.

El caudillo es algo más que un simple dictador que ejerce el poder por la fuerza. Es un líder en el que un número considerable de los ciudadanos, y prácticamente toda la estructura de poder, por las buenas o por las malas delegan la facultad de tomar decisiones. Cuando en el caudillo concurren esas facultades de asumir personal y exclusivamente la representación del pueblo, a lo que se agrega el control total del aparato represivo, el resultado suele ser la creación de dictaduras torpes y costosas, en las que el endiosado militar confunde los bienes propios con los públicos y dispone de ellos de manera cruelmente dispendiosa.

Los empresarios

Una de las mayores ironías políticas de América Latina es la frecuente acusación contra el “capitalismo salvaje”, al que se le atribuye la miseria de ese cincuenta por ciento de latinoamericanos penosamente pobres que subsisten en casuchas de piso de tierra y techo de latón. La verdad es que en América Latina la tragedia es que hay pocos capitales, y una buena parte de esos recursos no están en manos de verdaderos empresarios dados al riesgo y a la innovación, sino en las de cautos especuladores que prefieren invertir su dinero en bienes raíces, a la espera de que el crecimiento vegetativo de la nación revalorice sus propiedades. Éstos no son, realmente, modernos capitalistas, sino meros terratenientes que parecen sacados de épocas feudales.

            Pero aún peor que ese tipo de pasivo inversionista en bienes inmuebles es el empresario “mercantilista”. Ése que busca su beneficio en la relación con el poder político y no en la competencia y el mercado. Este tipo de empresario, naturalmente, para poder obtener privilegios que lo enriquezcan, tiene que repartir una parte de sus beneficios con los políticos que hacen las reglas, creándose con esta práctica un círculo vicioso en todos los sentidos de la palabra y de la metáfora. Los políticos, disfrazando generalmente sus intenciones tras un discurso patriótico y nacionalista, a cambio de sobornos crean las normas para que los empresarios cómplices salgan beneficiados. Los empresarios aumentan su poderío económico, multiplican su capacidad de corromper a los políticos, y así hasta el infinito.

            Las formas en que se establecen estos pactos contrarios a la esencia del capitalismo son diversas: la más frecuente es la tarifa arancelaria proteccionista. Se obliga al consumidor local a pagar más por bienes o servicios que los productores del exterior pueden proporcionar a mejor precio y calidad. O, pretextando razones nacionalistas o economías de escala, se entrega en exclusiva al empresario mercantilista un mercado cautivo de compradores que no tienen posibilidades de seleccionar otras opciones. A veces, se recurre a juegos contables o subsidios: se otorgan privilegios tributarios, se premia con dinero procedente del fisco ciertas actividades en detrimento de otras, se conceden intereses por debajo de la media del mercado, abonando el Estado la diferencia, o se obsequian préstamos a fondo perdido. ¿En beneficio de quiénes? De los cortesanos, por supuesto.

Pero quizás donde más escandalosas han sido las relaciones entre estos empresarios mercantilistas y los gobernantes corruptos, es en la concesión de divisas a precios preferenciales para la importación de insumos dirigidos a la industria local. En países en los que los dólares tenían hasta tres precios distintos, quienes poseían las relaciones adecuadas podían adquirir las divisas a un precio preferente, vender una parte secretamente, realizar las importaciones con la otra, y ver mágicamente duplicadas sus ganancias.

            Se dirá, no sin razón, que esas prácticas nocivas no son exclusivas de los latinoamericanos, pero lo grave es la frecuencia y la intensidad con que eso sucede en América Latina, y –sobre todo- la indiferencia y la impunidad con que ocurre. Es como si la población no fuera capaz de advertir que el dinero mal habido que reciben los empresarios mercantilistas por la compraventa de influencias, directa o indirectamente sale de los bolsillos de quienes pagan los impuestos, y mucho menos es capaz de percibir que esa manera de actuar aumenta el costo general de las transacciones, encareciendo sustancialmente las vidas de las personas y empobreciendo aún más a los desamparados.

Los curas

Es doloroso tener que incluir a los sacerdotes entre las élites que provocan la miseria de las muchedumbres en América Latina, pero no queda otro remedio. Es doloroso, primero, porque no son todos los sacerdotes, sino sólo quienes mantienen una prédica constante contra la economía de mercado, y quienes justifican la antidemocrática vulneración del Estado de Derecho. Y, segundo, porque aun los sacerdotes que adoptan estas actitudes, lo hacen imbuidos de las mejores intenciones. Lo hacen convencidos de que defienden una forma de justicia social, cuando, en realidad, están condenando a los pobres a no poder superar jamás la miseria en que viven. Nunca ha sido más cierta la vieja frase de que “el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones”.

            En líneas generales, desde la segunda mitad del siglo XIX la Iglesia Católica apenas posee otros bienes que escuelas, ciertos hospitales y algunos medios de comunicación. No hay duda de que quien fuera el mayor propietario de riquezas en Occidente hace mucho tiempo dejó de ser un actor importante en el terreno económico, pero eso no le resta peso a la Iglesia en este campo, especialmente de carácter moral. La Iglesia todavía posee la capacidad de legitimar o desacreditar ciertos valores y actitudes, y eso conlleva unas notables consecuencias en el desarrollo económico de las personas.

            Lo que los obispos y los llamados “teólogos de la liberación” llaman “neoliberalismo salvaje”, no es otra cosa que un conjunto de medidas de ajuste con que se intenta paliar la crisis económica de la región: disminución del gasto público, recorte de la plantilla oficial, privatización de las empresas estatales, equilibrio presupuestario y control riguroso de la emisión de moneda. Es decir, puro sentido común ante el fracaso de cierto modelo intervencionista que, con diversos matices, se puso a prueba infructuosamente en América Latina durante más de medio siglo. Y estas medidas, demonizadas por los religiosos, no son distintas a las que los propios países opulentos de Europa desde ;ps acuerdos de Maastrich se exigen entre ellos mismos para participar de la moneda común. Se trata de tener o no tener una política económica sensata. Nada más.

            Al margen de esta incomprensión de lo que es un marco macroeconómico saludable, hay un daño aún más devastador que estos religiosos les infligen a los pobres: el anatema contra el espíritu de lucro, la condena de la competencia y de lo que ellos llaman el  “consumismo”. Se apiadan de la pobreza que estas personas sufren, pero de una manera confusa les dicen que poseer bienes es pecaminoso, y les advierten que hay algo censurable en la sicología y en la conducta de quienes se esfuerzan denodadamente por triunfar en el mundo económico. Es decir, predican las actitudes exactamente contrarias a la sicología del éxito.

            Todavía más: los llamados “teólogos de la liberación”, como puede leerse en la obra de Gustavo Gutiérrez, el pionero de este grupo de influyentes pensadores, llegaron a afirmar (y nunca públicamente se han arrepentido), que ante la inevitabilidad del subdesarrollo, como consecuencia de los pérfidos designios del Primer Mundo, quedaba justificado el recurso de la violencia armada, pues era la única vía de abandonar la pobreza. Algo de esto se observa, por ejemplo, en el apoyo que muchos religiosos hoy les dan a los “invasores” que ocupan ilegalmente tierras privadas o del Estado, sin percatarse de que esta agresión al Estado de Derecho genera una total desconfianza en los inversionistas, y a medio y largo plazo provoca un mayor empobrecimiento del conjunto de la sociedad.

Los intelectuales

Hay pocas culturas en las que los intelectuales tengan tanta visibilidad como en la iberoamericana. Es algo que probablemente proviene de la influencia francesa, donde sucede algo parecido. La justa fama que adquiere un novelista latinoamericano por la calidad de su prosa o por la originalidad de sus invenciones ―hubiéramos podido poner un pintor o un músico de ejemplo―, enseguida se extiende a todos los aspectos de la vida pública. Se le consulta sobre la guerra de los Balcanes, sobre las virtudes de la fecundación in vitro o sobre las calamidades de la privatización de los bienes del Estado.

            Esta característica de nuestra cultura no tendría mayor relevancia si no tuviera ciertas consecuencias. Esa todología ―la facultad de hablar de todo sin pudor ni limitaciones a la que se entregan nuestros intelectuales con gran ardor―, tiene una contrapartida: cuanto los intelectuales afirman y reiteran acaba por convertirse en un elemento clave en la creación de la cosmovisión latinoamericana. Si entre los intelectuales predomina un excéntrico discurso antioccidental, antiyanqui, antimercado, esa percepción de los problemas de la sociedad, adversaria del progreso y contraria a la experiencia de las veinte naciones mas desarrolladas y prósperas del planeta, acaba por generar un clima que debilita el establecimiento de la democracia e impide que arraigue una razonable confianza en el futuro. Si los intelectuales se convierten, como es frecuente en América Latina, en los tenaces heraldos de una atemorizante alborada revolucionaria, ¿cómo sorprendernos de que los ahorros emigren a otras latitudes o de que nuestras sociedades vivan en un permanente sobresalto, convencidas de la provisionalidad del sistema económico y político en que vivimos?

            Y lo que numerosos intelectuales anuncian desde los periódicos, los libros y  revistas, la radio y la televisión, se repite en la mayor parte de los centros universitarios de América Latina. La universidad latinoamericana, la pública y muchas privadas, con algunas excepciones, es una especie de arcaico depósito de viejas ideas marxistas sobre la sociedad y la economía. En ellas se continúa insistiendo en el carácter dañino de las inversiones multinacionales, en los destrozos causados por la globalización, y en la intrínseca perversidad de un modelo económico que deja la asignación de recursos a las demoniacas fuerzas del mercado. Mensaje que explica la estrecha relación que existe entre las lecciones que los jóvenes universitarios recibieron en las universidades y su vinculación a grupos subversivos como Sendero Luminoso en Perú, los Tupamaros en Uruguay, el Movimiento de Izquierda Revolucionaria en Venezuela, el M-19 en Colombia, el Frente Farabundo Martí en El Salvador o los pintorescos encapuchados zapatistas del subcomandante Marcos en México. Las armas con que estos jóvenes latinoamericanos se lanzaron a las selvas y montañas habían sido cargadas en las aulas universitarias, algunas de ellas ―la UCA salvadoreña, por ejemplo― dirigidas por religiosos.

            En todo caso, junto a la sorpresa que pueden causar unas instituciones inmunes a la experiencia, hay otra perplejidad de mayor rango: ¿cómo es posible que esas facultades universitarias, llenas de inquietos profesores a los que no sería justo negarles inteligencia e información, no hayan producido ideas originales, independientes, en prácticamente ningún ámbito del saber humano? Cuatrocientos años de universidades, cuatro siglos de saberes aprendidos y trasmitidos, no han servido para prender la chispa de la creación en el mundo de las Ciencias Puras o en las llamadas Ciencias Sociales.

            Pero si la universidad latinoamericana ―con tenues y honrosas excepciones― ha fallado como centro creativo independiente, limitándose a ser una especie de incansable repetidora de ideas desgastadas y polvorientas, más estremecedor resulta el hecho de que ni siquiera exista una relación estrecha entre la preparación que reciben los alumnos y las necesidades reales de la sociedad. Es como si la Universidad existiera en el vacío, rencorosamente insurgida contra un modelo social que le repugna, sin preocuparse de preparar buenos profesionales destinados a mejorar la situación de las naciones que reciben de sus mayores. Fracaso sangrante e injusto, cuando sabemos que en América Latina la mayor parte de las universidades públicas suelen costearse desde los presupuestos generales del Estado, esto es, con el aporte de toda la nación, pese a que el 80 o 90 por ciento de los estudiantes que acceden a sus aulas pertenecen a las clases medias y altas del país. Es decir: se produce una transferencia de recursos de los que menos tienen hacia los que más tienen, y ese sacrificio tiene como consecuencia el mantenimiento de la vigencia de unas ideas absurdas que contribuyen a perpetuar la miseria de los más pobres.

Las izquierdas

Por último, otras dos élites latinoamericanas han sido un permanente obstáculo para el desarrollo económico de la región: los sindicalistas enemigos del mercado y de la propiedad privada, y esa categoría latinoamericana tan especial constituida por los llamados “revolucionarios”.

            Claro que hay un sindicalismo sensato, encaminado a defender los legítimos intereses y derechos de los trabajadores, pero, desgraciadamente, no es éste el que parece prevalecer en el panorama laboral de América Latina. Los sindicalistas que consiguen arrastrar a las masas son los que se oponen a la privatización de los bienes del Estado, aunque se trate de empresas que llevan décadas perdiendo millones de dólares, y aunque los servicios que deban prestar sean terriblemente defectuosos o sencillamente inexistentes. O son esos maestros que llevan a cabo huelgas salvajes porque se niegan a que la sociedad, que les paga sus salarios, les mida sus conocimientos en pruebas estandarizadas. O son esas aristocracias sindicales, frecuentemente corruptas, que administran y saquean las cajas de jubilaciones de sus asociados o los sistemas de salud por ellas administrados.

            Dos conceptos son, además, singularmente nefastos en boca de estos sindicalistas: el del “gasto social” y el de la “conquista social”. Para estas personas, la calidad de un Estado se mide por la cuantía del gasto social en que incurre, sin percibir que el objetivo de cualquier sociedad sana es reducir paulatinamente ese llamado “gasto social” hasta que sea innecesario. Lo ideal es que los ciudadanos vivan de su trabajo y ahorren responsablemente para cuando llegue el momento de la vejez, sin necesitar la ayuda de sus compatriotas. El gasto social no debe ser un objetivo permanente, sino una ayuda circunstancial.

            En cuanto a las “conquistas sociales irrenunciables”, los sindicalistas parten de otro grave error: no darse cuenta de que la empresa moderna tiene que ser flexible, y capaz de adaptarse a circunstancias cambiantes. Cuando los sindicalistas endurecen y encarecen las condiciones de los ajustes de plantilla, o cuando establecen modos rígidos de contratación y remuneración, lo que consiguen es que la empresa pierda competitividad, se debilite peligrosamente, y que el número de los desempleados no descienda, puesto que la contratación se convierte en un riesgo enorme para la empresa.

            Los “revolucionarios”, por su parte, son unos personajes propios del panorama político de América Latina. En esencia, se trata de elementos radicales convencidos de que poseen una especie de patente de corso que los habilita para violar las leyes en nombre de la justicia social. Algunos se limitan a predicar la revolución sin hacer nada para lograr que triunfe, pero otros se lo toman más en serio. Para estos revolucionarios, casi siempre colocados bajo la advocación del Che Guevara, es lícito recurrir a la violencia política sin mirar las consecuencias de sus actos. Para ellos el Estado es ilegítimo y se justifica combatirlo desde todas las trincheras. Unas veces puede ser la simple algarada callejera, otras, el sabotaje, el secuestro, el atentado o la guerrilla. ¿Cuánto les ha costado a las naciones latinoamericanas las acciones de esta indómita tribu de revolucionarios? La suma es incalculable, pero debe ser una de las mayores causas del subdesarrollo de la región, no sólo por la destrucción directa de las riquezas existentes, sino por haber impedido la creación de nuevas riquezas, y por haber interrumpido ese largo y frágil ciclo de ahorro, inversión, obtención de beneficios y nuevas inversiones en que inevitablemente descansa la prosperidad de los pueblos.

Seguramente, con las élites mencionadas no concluye la lista de quienes mantienen a los latinoamericanos en la miseria, pero no hay duda que éstas se han ganado a pulso su participación en esta triste nómina. Ojalá que identificarlas,  denunciar su comportamiento y rebatir sus falaces argumentos contribuya a mejorar la situación de los desposeídos en ese Continente. Iniciado el tercer milenio clama al cielo que el 50 por ciento de los latinoamericanos apenas puedan sobrevivir. Algo hay que hacer para impedirlo.

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