Hay teóricos y observadores acuciosos de las relaciones internacionales que afirman con sobrada elocuencia, una ley de hierro inexorable e implacable: “El equilibro de poder no es estático, sus componentes están en flujo constante”.
Esa suntuosa idea cobra monumental relevancia con la sorpresiva decisión del impredecible e imprevisible presidente de Estados Unidos –la nación más poderosa del mundo– de retirarse de manera arbitraria y unilateral del emblemático acuerdo nuclear con Irán.
En la histórica ciudad de Viena, a la sazón, en el verano del año 2015, los jefes de la diplomacia de Teherán y Berlín, juntamente con los diplomáticos de los países miembros del Consejo de Seguridad de la ONU; Rusia, China, Reino Unido, Francia y Estados Unidos. Anunciaron entusiasmados e ilusionados el inicio de una nueva era.
Época en la que Irán se comprometía a congelar y desmontar de manera gradual su poderoso programa nuclear con la supervisión del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA).
Pese a que los estadistas históricamente han actuado –cuando les ha convenido– amparados en principios del orden internacional –surgidos en la Paz de Westfalia en 1648– como la soberanía nacional y no intervención en los asuntos internos de las estados, pasando por la raison d’etat del cardenal Richelieu y su evolución a la realpolitik de Bismarck, no acierto a comprender como el líder de Occidente –ignorando las exigencias de sus homólogos europeos de Francia y Alemania, Enmanuel Macrón y Ángela Merkel– se aleja de una nación peligrosa, fundamentalista y teocrática liderada por el ayatolá Alí Jamenei que, ha adquirido la categoría de potencia nuclear.
Tres fuertes razones quizás contribuyan a elucidar esa aeróbica y súbita maniobra del políticamente incorrecto mandatario norteamericano.
Primero, el incumplimiento de Teherán de disolver el noventa y ocho por ciento de su material nuclear y su compromiso de descartar la producción del fatídico uranio enriquecido a través de sus centrifugadoras.
En segundo lugar, el desgraciado y tozudo afán –propio del canibalismo político– de los nuevos mandatarios de destruir todo –incluyendo lo positivo– lo que ha realizado su predecesor para establecer su propia insignia. Como lo confirman la ruptura del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TTP) y el Acuerdo de París contra el Cambio Climático; ambos suscritos por el expresidente Barack Obama.
Y finalmente; basado en su promesa de campaña electoral “America first” o sustentando en el “interés nacional”, legítimo de todo Estado, apostar a que los empresarios estadounidenses reduzcan sus importaciones de barriles de petróleo de la República Islámica y centren todas sus inversiones y esfuerzos en el desarrollo de la tecnología de la fracturación hidráulica para extraer el gas de esquisto y de esta forma consolidar a EEUU como el mayor productor del oro negro del mundo.
Puesto que, el exmandatario Obama ha externado sus preocupaciones –con la ruptura del pacto–en el sentido de que el Organismo Internacional de Energía Atómica no ha verificado –por fortuna– que desde el majestuoso e impresionante palacio de Saad Abad –sede del gobierno Iraní– se está incumpliendo lo establecido con el necesario y desafortunadamente malogrado pacto nuclear, queda descartada la primera hipótesis. Lo que nos decanta estimados lectores, a inclinarnos por la segunda y la tercera.
Lo que ha causado amargura y desasosiego es que el líder de Occidente se distancie del espíritu de diálogo y conciliación del exgobernante y se aísle de una nación –de tradición imperialista– que desde la época del Sah Reza Pahlevi se han encaminado esfuerzos de la mano de Europa –y otras naciones– para disminuir su enorme potencial nuclear. ¿Se convertirá Irán en un faro de luz –en realidad de sombra– en la región más convulsa del mundo?
@Julioalbertmr
julioamanalistapolitico@gmail.com
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