“Dentro de la economía de mercado cada uno sirve a todos sus conciudadanos y cada uno se sirve de ellos”. Ludwig Von Mises
A lo largo de miles de años de historia los seres humanos han creado diversas formas de organización económica y social que han marcado determinantemente el devenir de la especie. Esos sistemas se gestaron a partir de condiciones históricas singulares que, generalmente, representaron la expresión genuina del accionar de fuerzas sociales divergentes y, ocasionalmente, el resultado exclusivo del genio humano.
Entre esa enorme variedad de sistemas económicos relevantes para entender la historia humana, el lugar más preponderante lo ocupa el modelo conocido como “economía de mercado”. Este concepto —popularizado durante la guerra fría (1945-1991)— se puede definir como un sistema en donde la organización, producción y asignación de los recursos económicos surge de la implementación de la ley de oferta y demanda. Este modelo de organización económica es producto de un proceso de evolución sociopolítica de las naciones de Europa occidental que, se puede rastrear históricamente en la edad media, a partir del surgimiento de pequeñas comunidades que intercambiaban bienes y servicios en aldeas conocidas como “burgos” y que, a su vez, dieron cabida a la aparición de una nueva clase social que a la postre fue llamada burguesía. Esa clase social, en principio conformada por artesanos y mercaderes, gracias al usufructo de la propiedad privada por sobre el capital y su utilización en base a la productividad de este, controlaron —con el paso del tiempo— los principales medios de producción de sus sociedades, llegando a acumular un ingente poder económico, que inclusive rivalizó con el poder de los reyes.
En el punto álgido de ese proceso (siglo XVII y XVIII), la burguesía se convirtió en la clase social más avanzada, lo que, les llevó a exigir mayor peso político a las monarquías gobernantes de la época. El desplazamiento de la esfera de poder político ante el implacable empuje de la burguesía prohijó estadios de libertad económica nunca antes vistos, los cuales, posibilitaron el desarrollo de revoluciones industriales que motorizaron los mayores cambios económicos y políticos de toda la historia humana. Es decir, esas fuerzas sociales establecieron las condiciones para garantizar la sostenibilidad del sistema que ellas mismas impulsaron. Una consecuencia de esto es el nacimiento de la democracia representativa.
Esos sistemas —economía de mercado y democracia— son factores preponderantes para entender cómo, en los últimos 200 años, la humanidad ha creado más riquezas y bienestar que en la suma de todo el resto de su historia. Ahora bien, existen requisitos fundamentales para el desarrollo de estos sistemas. El primero es contar con una clase burguesa que impulse la formación de empresas productivas que generen riquezas en un marco competitivo; en segundo lugar, es preciso contar con instituciones políticas que garanticen el imperio de la ley y el régimen de consecuencias que asegure el respeto a la propiedad privada; y por último, el elemento más importante que, inclusive, pudiera considerarse como el arma secreta detrás del éxito de la economía de mercado: la libertad.
Es indudablemente difícil de concebir una economía de mercado próspera sin libertad. En ella se encuentra la esencia de la viabilidad de este sistema. Es justamente, en esa condición intrínseca al derecho natural del género humano, donde logra sus mayores proezas, sencillamente, porque nadie está más capacitado que usted mismo para decidir lo que más le conviene hacer o producir. Por lo que, cuando el Estado brinda la libertad de estudiar, expresarse, crear, y producir como mejor le parezca al ciudadano, los niveles de productividad y bienestar alcanzan sus estándares más altos. Eso está sobradamente demostrado.
Sin embargo, como todo modelo perfectible, la economía de mercado también posee falencias inherentes a sus dinámicas internas, ya que, así como la naturaleza no suele reconocer categorías morales como la igualdad, en ese mismo orden, la economía de mercado —aún en su más libérrima expresión— tampoco las reconoce. Esto así, porque la lógica que impulsa las acciones del emprendedor es la maximización de beneficios y, en correspondencia a ese afán de lucro, las leyes del mercado privilegian la eficiencia por sobre la equidad, así como el equilibrio por sobre la justicia social. Esas notables características provocan fallas en el sistema que, acorde a prestigiosos estudiosos de las ciencias económicas, requieren de la intervención del Estado.
Ahora bien, en qué grado debe el Estado interferir en la economía es materia de amplios y acalorados debates académicos, en los cuales, no se ha llegado y quizás nunca se llegará a un consenso. No obstante, independientemente de la postura que en este sentido se pudiera abogar es incuestionable que, en una economía de mercado, el Estado posee el rol fundamental de preservar un entorno favorable para el florecimiento y fortalecimiento de la libertad, el imperio de la ley y el bienestar económico de todos los ciudadanos.
Ernesto Jiménez / El autor es economista y comunicador.
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