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El comercio libre, los precios y los derechos de los consumidores*

August 03, 2020
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Primero déjenme presentarles mis paradójicas credenciales históricas y personales para hablarles del libre comercio. Hace treinta y cuatro años, a poco de llegar a España con el propósito de residir allí de forma permanente, decidí viajar con mi familia a la tierra de los Montaner en los Pirineos catalanes. Buscaba mis raíces, o parte de ellas, y quería que mi mujer y mis dos hijos participaran de esa pequeña aventura genealógica. Sabíamos que las huellas iban de Lérida a Andorra, de ahí a Mallorca, y de Mallorca a Cuba.

            En Andorra descubrí que existía el “paso de los Montaner”, así que, de la mano de un experto local, llegamos a un intrincado pasaje en medio de las imponentes montañas. Mi primera confusión, fruto de la ignorancia y de la pronunciación caribeña, fue que interpreté que se trataba del “pazo de los Montaner”, pues “pazo”, con zeta, es como se denomina en ciertas zonas de España a una casa rural, generalmente de cierta entidad. Pero no: se trataba, sencillamente, de un laberinto sinuoso en la garganta de los Pirineos, por el que hace siglos solían pasar rápidamente mis antepasados.

            “¿Y que hacían mis remotos parientes?” ―pregunté ansioso.

            “Eran judíos conversos que se dedicaban muy eficazmente al contrabando”, me explicó sin emoción mi guía andorrano. Y luego siguió: “Los franceses ahorcaron a D. Ramón en aquel árbol. Y los españoles en aquel otro a D. Miguel. Parece que el más ágil, D. José María, logró huir y no se detuvo hasta que llegó a Mallorca”.

            “Creo que posteriormente uno de sus descendientes llegó a Cuba”, agregué para completarle la anécdota.

            “Y no le he contado sobre las mujeres de esa familia y la taberna que tenían…” ―intentó decirme, pero lo atajé a tiempo.

            “Gracias, no es necesario, ya me lo imagino”, le respondí rápidamente antes de que mis hijos comenzaran a hacer más preguntas de la cuenta.

En el viaje de regreso a Madrid, embutidos todos en un pequeño Renault, comprado precisamente en Andorra para ahorrarme los impuestos españoles ―prueba de que seguía viva la herencia indeleble de D. Ramón y D. Miguel, dos mártires de la libertad de comercio―, les dejé en claro que los contrabandistas suelen abaratar las mercancías y, aunque es censurable que violen las leyes, tampoco puede dudarse que las leyes que encarecen artificialmente las mercancías o los servicios, perjudican severamente a la sociedad, y con especial crueldad a los más pobres.

De paso, también les expliqué como Andorra, un pueblo de cultura catalana, incrustado entre Francia y España, situado en  un pequeño valle en medio de los Pirineos, independiente, pacífico y estable desde hace 700 años, pero sin industrias y apenas sin agricultura, ha llegado a convertirse en uno de los rincones más ricos de Europa, propiciando y practicando el libre comercio, incentivo con el que atrae a cientos de miles de comerciantes y turistas todos los años, especialmente cuando sus poderosos vecinos incurren en el error de castigar con impuestos excesivos las transacciones comerciales o la tenencia de capitales.

Con esos antecedentes familiares, no es extraño que cada vez que paso una aduana sienta una mezcla de temor y culpabilidad motivada por la declaración en la que detallo las pertenencias con que ingreso al país. Las declaraciones invariablemente expresan amenazas y advierten contra cualquier mentira o disparidad que sea descubierta. ¿Será considerado un delito de contrabando el perfume traído a la vieja amiga o la corbata comprada en el avión? ¿Me intentarán confiscar el laptop o el teléfono portátil? Nunca se sabe.  En todas las aduanas las autoridades buscan objetos que puedan gravar, actitud que disuade al viajero y lo inhibe de llevar consigo bienes valiosos.

En buena lógica debería ocurrir al revés: el país que me recibe debería estarme agradecido si traigo riquezas por las que los naturales no han tenido que abonar suma alguna. Si en este viaje yo hubiera traído cien computadoras personales en vez de una, las consecuencias siempre serían positivas, puesto que, si las vendiese a un buen precio los compradores se beneficiarían, y si las donase a colegios o a personas necesitadas los usuarios mejorarían sus condiciones de vida. Sólo en el caso de que no hiciera nada con ellas nadie obtendría un beneficio, pero esa estupidez es algo que no suelen hacer las personas, aunque sí los gobiernos, de vez en cuando.

El libre comercio

Qué duda cabe que el comercio libre hoy forma parte de un candente debate que se escucha desde Canadá hasta Argentina. Hay globofóbicos ―gentes que detestan el libre comercio internacional, y, de paso, también el doméstico―, y hay globofílicos que lo defendemos. Pero la verdad es que no se trata de un tema nuevo. Toda América, la latina y la sajona, en el último cuarto del siglo XVIII y el primero del XIX se fue a la guerra contra los poderes coloniales europeos, entre otras razones, en busca de mejores oportunidades económicas y libertad de comercio.

Como es sabido, los llamados Comuneros de Nueva Granada se alzaron en armas en 1781 para oponerse al monopolio del alcohol y el tabaco que les impusieron las autoridades españolas, preludio de la posterior guerra de independencia. Episodio semejante al que fue el detonante final de la guerra de independencia norteamericana comenzada en 1776, cuando los ingleses, de manera inconsulta, gravaron con impuestos  las importaciones de su colonia, especialmente las de té, a lo que se sumó la terca decisión de la Corona británica de mantener el monopolio de este comercio trasatlántico por medio de la Compañía de las Indias Orientales.

Pero lo curioso es que en aquellos años de formación de nuestras repúblicas los progresistas que defendían las virtudes del libre comercio, los globofílicos de entonces, eran los revolucionarios progresistas, mientras los globofóbicos eran los reaccionarios partidarios de los poderes coloniales, de los tributos onerosos y de los controles de precio. Dos siglos más tarde, esa percepción ha dado la vuelta, y hoy los que se llaman “progresistas”, aunque defiendan el modelo económico de las naciones que menos progresan, son los enemigos del comercio libre y de la libertad económica: “cosas veredes, Mío Cid”.

La batalla de los precios

Pero situémonos en el corazón exacto del debate: cuando se discute sobre comercio libre, sobre subsidios o sobre monopolios, de lo que realmente se está hablando es del precio de las cosas o de los servicios. Cuando lo que hoy llaman, en mal castellano, un “grupo de interés”, pide el cierre de las fronteras a ciertas mercancías o servicios, o pide gravarlos con tributos para no hacerlos competitivos, casi siempre lo hace para obligar al consumidor cautivo a pagar un precio más alto por esa mercancía o ese servicio producido localmente de forma más costosa y probablemente con inferior calidad. Cuando ese u otro “grupo de interés” gestiona y consigue que el gobierno le asigne un subsidio durante la fase de producción, logra enmascarar el aumento de los precios al consumidor, sólo que éste, en lugar de pagar esa diferencia en el momento de adquirir la cosa o el servicio, lo ha abonado previamente mediante el pago de impuestos que van a parar al bolsillo del empresario o comerciante subsidiado.

            Esa leche o ese pan subsidiados le parecerán baratos, pero sólo porque no incluye en el precio el subsidio que todos han tenido que abonar para compensar la ineficiencia del productor. Incluso, peor aún: la mayor parte de las personas que han pagado ese precio escondido, a veces ni siquiera adquieren el bien o el servicio en cuestión. Pagan por algo que no reciben ni van a recibir nunca. Pero cuando este atropello al consumidor se convierte en una verdadera humillación, es cuando el Estado legitima la existencia de un monopolio para beneficiar descaradamente a una empresa influyente a la que todos pagamos un tributo disfrazado de precio.

            A veces, incluso, el subsidio que nos perjudica no es el se emplea para abaratar ciertos productos en beneficio del consumidor (aunque en perjuicio del no-consumidor), sino el que se emplea para mejorarles los precios a otra sociedad y así disfrazar nuestra falta de competitividad. Eso se ve en los estímulos a los exportadores: los gobiernos, con el argumento de proteger a un sector productivo poco competitivo, toman el dinero del bolsillo de los contribuyentes y se lo dan a los exportadores para que estos puedan colocar sus mercancías a mejor precio en mercados exteriores, beneficiando injustamente otros consumidores.

De ahí que no estén descaminados quienes propugnan el fin de los subsidios y la eliminación radical de los aranceles, estableciendo el paradójicamente llamado “arancel cero”, medida que inmediatamente abarataría los bienes y servicios, multiplicaría la competencia e inevitablemente aumentaría la productividad. Es cierto que los aranceles constituyen una manera sencilla de cobrar impuestos, pero esa ventaja como forma de recaudación queda eclipsada por la corrupción que genera. Las aduanas, con frecuencia, son una fuente inagotable de trampas e injusticias, donde los más débiles no pueden defenderse frente a la astucia y la capacidad de los más fuertes para comprar funcionarios, pagar sobornos y violentar las leyes.

            Es muy importante entender que la lucha por la igualdad ante la ley, consagrada en todos los textos legales desde las revoluciones liberales modernas del siglo XVIII, se ha ido depurando y refinando, y hoy, tácitamente, también incluye el derecho que tiene el consumidor a ser tratado con equidad, y sin sufrir el agravio comparativo de que otra persona posea privilegios que a él le son negados, como es el de obligarnos a pagar unos precios más altos por las cosas o los servicios en beneficio de quien ha conseguido esa ventaja. No hay mucha diferencia entre la concesión hecha por Carlos V a Hernán Cortés, en pago por sus servicios a la Corona, para que recibiera como beneficio personal el tributo de 20 000 indios, que la concesión que hace el Estado moderno a una empresa para que los consumidores tengan que pagarle un precio más alto por adquirir determinado producto.

 ¿Cuál es el precio justo, el que no ofende a nadie, el que no enmascara un privilegio? Es el que determina un mercado libre al que todos puedan concurrir sin ventajas artificiales. No es falso, como señala el Premio Nobel Joseph Stiglitz, que el mercado es imperfecto, pero la experiencia demuestra que más imperfectos son los burócratas y los políticos cuando lo manipulan, como señala James Buchanan, otro Premio Nobel igualmente prestigioso. Defender el libre comercio, el libre mercado, no es sólo una batalla que pertenece a la economía. Forma parte de la lucha por la libertad y la dignidad de las personas. Y es de tal importancia, que debería existir una disposición en las Constituciones, semejante a la Primera Enmienda a la Constitución de Estados Unidos que protege la libertad de expresión, que prohibiera a los Estados legislar en materia de comercio exterior o nacional si con ello se afectan artificialmente los precios que tendrían que pagar los consumidores.

Es cierto que en ese proceso de libre competencia hay ganadores y perdedores, y que no podemos evitar que algunas empresas quiebren o se tornen inviables, pero es así como el sistema de libre empresa se purifica, asigna mejor el capital disponible y crea beneficios para futuras inversiones. Precisamente, el riesgo al fracaso es uno de los acicates que agudiza la imaginación, genera innovaciones y estimula el perfeccionamiento de bienes y servicios.  Una economía, como sucedía en el mundo comunista, en la que los precios no guardaban relación con los costos, y en la que millones de consumidores cautivos debían adquirir lo que les asignaban los burócratas planificadores y no lo que libremente deseaban, perversa relación que garantizaba la supervivencia de unas empresas sin beneficios ni motivaciones, tenía que terminar por hundirse en un charco de miseria y mediocridad, como ocurrió en Europa a partir del luminoso año 1989, catástrofe, por cierto, prevista por Ludwig von Mises desde 1921, cuando publicó su profético ensayo Socialismo.

Los pretextos de los enemigos de la libertad económica

Naturalmente, los grupos de interés siempre tienen a mano una buena excusa para justificar su oposición al libre comercio y al mercado. La vieja e incombustible fauna populista, emparentada con los corporativistas de todas las épocas, alegremente inasequible a la realidad, alega que uno y otro empobrecen a los más débiles y enriquecen a los más fuertes, cuando resulta evidente que las economías más libres suelen ser las más prósperas, y donde el número de personas calificadas como pobres o indigentes ocupa un porcentaje muy reducido del censo. Puede ser cierto, según el “Índice Gini”, que las diferencias entre los muy ricos y los muy pobres se mantiene, e incluso se agudiza ligeramente en un país como Chile, en el que resueltamente todo el arco político democrático ha suscrito la visión liberal de la economía, pero ese dato pesa menos que este otro: desde 1990, cuando se implantó la democracia en ese país y los nuevos gobernantes decidieron continuar con el modelo liberal, el número de pobres se ha reducido del 42% de la población al 20%, y de ese 20, sólo el 8 sufre un grado extremo de pobreza, mientras el per cápita de los chilenos ha pasado a ser el más alto de toda América Latina.

            El caso de México es parecido. El “Tratado de Libre Comercio” que vincula a México, Canadá y Estados Unidos en un mercado común, según un estudio reciente del Banco Mundial,  ha reducido un 15 por ciento el número de pobres, ha aumentado al menos un 25 por ciento las exportaciones, e incrementado un 40 las inversiones extranjeras, mientras puede atribuírsele un 4 por ciento de su PIB. Todo ello producto de unas transacciones comerciales que hoy alcanzan la cifra de doscientos cincuenta mil millones de dólares, con un saldo positivo para México del orden de los treinta y seis mil millones. En el lado norteamericano, aunque existen indicios de ciertos beneficios para los consumidores ―además de la desaceleración del número de inmigrantes ilegales― es muy difícil conocer el impacto real porque, francamente, aunque 250 mil millones de dólares es una cifra respetable, cuesta trabajo rastrear su huella cuando se inscribe en un PIB de 10 trillones (americanos).

Sin embargo, según los adversarios del libre comercio, esos lazos económicos constituyen una forma de anexión imperial con la que los países ricos subyugan a los débiles. No importa la fácil verificación de que los países más pobres del mundo son aquellos que menos relaciones comerciales tienen con los ricos. No importa que el sentido común y la experiencia nos enseñen que en una relación entre pobres y ricos quienes tienen más posibilidades de beneficiarse son los que menos riquezas poseen. No importa el ejemplo de España, que por abrirse al comercio y al mercado ya alcanza el 87 por ciento del PIB promedio de la Unión Europea y continúan en ascenso, es hoy la octava economía del planeta y la que más puestos de trabajo crea en la vieja Europa. No importa el mencionado ejemplo de Chile, hoy la primera economía per cápita de América Latina. Nada de eso vale: ni la evidencia, ni la comprobación empírica, ni la hipótesis razonable. Lo único que vale para estas personas, cegadas por los dogmas ideológicos, tercamente enquistadas en el error de la lucha de clases, elevado a la lucha de naciones, es la superstición de que hay que huir de los contactos estrechos con las naciones del primer mundo porque siempre saldremos esquilmados.

¿De dónde han sacado esa superchería? La han sacado de un antiquísimo error, anterior al surgimiento del capitalismo: son gentes convencidas de que la riqueza es una especie de cantidad constante, y cuando alguien se beneficia siempre tiene que ser a costa del perjuicio de otro. Son seres que creen que el comercio es una operación de suma-cero, pues nunca descubrieron que cuando dos personas, empresas o países comercian, es muy probable que ambos se beneficien.

Globofóbicos del Primer Mundo

Por eso, cuando se escuchan los llantos de los globofóbicos del Tercer Mundo,  no deja de ser irónico que en los países ricos sean cada vez más las voces de quienes también se oponen al libre comercio. Y la prueba de esta afirmación está en la creciente cascada de declaraciones de los candidatos demócratas durante esta campaña del 2004. ¿Qué afirman? Que se están perdiendo puestos de trabajo bien remunerados porque muchos  empleos son “exportados” a países del Tercer Mundo. Prueba al canto: hace pocas fechas, recién comenzado el 2004, la legendaria fábrica norteamericana de pantalones “vaqueros” Levi Strauss, establecida hace siglo y medio por un inmigrante alemán, anunció el cierre de las dos últimas fábricas que le quedaban en Estados Unidos y comunicó que las trasladaba a América Latina y a Asia. En su momento, Levi Strauss llegó a tener 63 fábricas en Estados Unidos.

            Magnífico. Eso quiere decir que los consumidores norteamericanos podrán pagar menos por los pantalones, y que los obreros de unas naciones más pobres van a tener un empleo. Es verdad que algunos trabajadores norteamericanos van a resultar perjudicados por el cierre de las fábricas, pero millones de norteamericanos se van a beneficiar porque el precio de sus pantalones favoritos continuará al alcance de sus bolsillos y ese ahorro irá a otros rincones de la economía que resultarán favorecidos, y en los que se crearán otros puestos de trabajo. También es verdad que esos pantalones serán importados y su costo incidirá en la negativa balanza comercial norteamericana, pero como se reveló en la década de los noventa, una balanza comercial negativa no impidió que la economía norteamericana tuviera uno de los desempeños mejores de su historia económica, junto a unos bajísimos índices de desempleo, que todavía hoy se mantienen por debajo del 6 por ciento de la fuerza laboral, mientras, por la otra punta del ejemplo, una balanza comercial extremadamente positiva no les ha servido a la economía de Japón o de Alemania para crecer al ritmo estadounidense.

            Por otra parte, Estados Unidos no puede aspirar a ser, como es, el corazón económico, financiero, técnico, científico, político y cultural del planeta, con una divisa reina, con multinacionales que cubren el globo y fuerzas militares que garantizan la estabilidad de enormes regiones del mundo y su propia seguridad, y, simultánea y mezquinamente, tratar de protegerse de la competencia comercial exterior, como hace con el azúcar y otros productos agrícolas, o como hasta hace poco hacía con el acero. Esa actitud, que perjudica a los consumidores locales norteamericanos y afecta terriblemente a los productores de sociedades a veces muy pobres, producto de la labor de los infatigables lobbystas, no se compadece ni con los principios y valores de Estados Unidos, ni con los intereses del pueblo consumidor.

            Además, la historia demuestra que son falsas las premisas en las que los proteccionistas norteamericanos de hoy ―que son los de siempre― basan sus argumentos. En la década de los setenta, cuando gobernaba Jimmy Carter, y el país, en medio del mayor pesimismo, padecía un ciclo de inflación y pérdida de competitividad, los estadounidenses contaban un elocuente chiste: Carter era víctima de un accidente y caía en coma. Veinticinco años después, en el 2000, despertaba y le explicaban la situación de la nación. “Todo está muy bien, presidente, le decían. Hay paz, se acabó la inflación y la sociedad es feliz”. Carter, sin creérselo del todo, siempre apegado a los ejemplos prácticos, preguntó: “¿Cuánto vale una libra de cacahuetes?”. “Oh, muy barata, presidente ―le respondieron―, sólo 10 yenes”. O sea, que Japón había desbancado totalmente a Estados Unidos.

            Por aquellos años los proteccionistas hablaban del peligro nipón, como ahora hablan del peligro chino, o como se quejan de las maquilas mexicanas. Según los agoreros más preocupados, la ‘barata’ mano de obra japonesa, unida a la laboriosidad de ese pueblo, destruiría el tejido industrial norteamericano, incapaz de soportar la competencia, y muy especialmente las exportaciones de automóviles. Pues bien, estamos en el 2004, Japón sigue siendo un gran país, en gran medida ha reemplazado a Estados Unidos como productor de automóviles y electrodomésticos, aunque su economía lleva más de una década estancada o con crecimientos muy bajos, mientras Estados Unidos muestra una economía vigorosa, con índices galopantes de productividad.

Lejos de padecer el embate de los japoneses, sucedió algo aún más conveniente para norteamericanos y japoneses: Japón multiplicó exponencialmente sus inversiones en Estados Unidos y viceversa. Las dos economías se trenzaron fuertemente. Hoy Honda o Sony son marcas tan familiares para los norteamericanos como Microsoft o MacDonald son japonesas para los habitantes del ‘país del sol naciente’, como dice el reclamo turístico. Y hasta hubo otra consecuencia benéfica en el terreno técnico: ante el empuje cualitativo de los japoneses, los norteamericanos tuvieron que mejorar la calidad de su industria automotriz para poder competir, puesto que resultaba un atropello incalificable que, amparados en el nacionalismo y la defensa de los puestos de trabajo, trataran de obligar a los consumidores norteamericanos a adquirir automóviles peores y más caros. Esa extorsión, felizmente, se acabó.

Algunas prácticas sindicales perniciosas

Hay, claro, otros enemigos  tenaces del libre comercio, y ellos suelen ser, por una parte, los sindicalistas proteccionistas, decididos a blindar a sus afiliados con barreras arancelarias o con simples prohibiciones a las importaciones, y, por la otra, los pequeños comerciantes abroquelados en corporaciones decididas a defender sus beneficios a cualquier costo, aunque se perjudiquen los consumidores. A ambos grupos hay que reprocharles las limitaciones que imponen a la libertad de comercio en clarísimo detrimento de los consumidores. En España, donde vivo, y en varios países de Europa, los mercados tienen obligatoriamente que cerrar a una hora determinada, y les está prohibido abrir los domingos, salvo el primero de cada mes. Asimismo, para proteger al comercio minorista, existe una fuerte resistencia encaminada a impedir que las tiendas llamadas “grandes superficies” se instalen en las ciudades, de manera que los pequeños comerciantes tengan menos competencia y puedan seguir vendiendo a precios más altos, agravio que se les inflige a los consumidores de la mano de sindicatos y comerciantes fraternalmente coludidos.

Ese daño al comercio es una de las razones que explican la superioridad del modelo norteamericano, su agilidad sin par y la conveniente rapidez con que circula en el país la masa monetaria, asignando los recursos mucho más eficientemente que en Europa. Me viene a la mente, nítidamente, una madrugada en Los Ángeles, California, en que mi hijo Carlos, cineasta en esa ciudad desde hace años, me pidió que lo acompañara a un gran supermercado para comprar  salmón ahumado para el desayuno del día siguiente. No me sorprendió, porque sabía que en Estados Unidos hay supermercados que abren las 24 horas de los 365 días del año, pero lo que sí me pareció novedoso y admirable es que en ese enorme establecimiento había una sucursal bancaria, y a esa hora, a las tres de la madrugada, junto a nosotros, mientras adquiríamos el salmón, un insomne angelino estaba contratando una hipoteca para adquirir una casa.

Es obvio que el envidiable vigor de la economía norteamericana en gran medida proviene de las facilidades con que se pueden llevar a cabo las transacciones comerciales. Crear una sociedad anónima toma dos horas. Abrir una cuenta bancaria, veinte minutos. Alquilar un local y contratar empleados, una mañana. El teléfono y las tarjetas de crédito son herramientas para acelerar las ventas y las compras. Y todo lo anterior se puede llevar a cabo por Internet. Las compañías privadas de transporte funcionan las 24 horas. Los servicios de asesoría técnica no se detienen nunca. Recuerdo, hace un par de años, un primero de enero, fecha en la que se paraliza el universo y el sol sale casi por milagro, tuve un tropiezo con mi laptop, una machacada Toshiba comprada en Estados Unidos, y, sin ninguna esperanza, llamé al teléfono de servicio, aparentemente situado en Chicago. Para mi estupor, me contestó un caballero que hablaba muy bien el inglés, pero con un ligero acento hispano. Seguí la conversación en castellano. Era un amable tico que estaba situado en San José y que, muy hábilmente, me sacó del atolladero.

Quiero decir que el tiempo es un elemento clave del comercio, y restringir los horarios o los calendarios de las transacciones comerciales es también una agresión a los consumidores y productores, y un factor artificial de encarecimiento de los bienes y servicios. Si una persona decide comprar salmón ahumado o hipotecar una casa a las tres de la madrugada, no es un sindicato arrogante o una corporación de comerciantes quienes deben autorizarlo o prohibirlo, sino el mercado. Si la inmensa tienda de Los Ángeles estaba dispuesta a abrir sus puertas, y si los clientes estaban dispuestos a entrar en el establecimiento, nadie debería impedir el derecho a que ese contacto se lleve a cabo, entre otras razones, porque no sólo se beneficiarán compradores y vendedores, sino el conjunto de la sociedad, incluida la clase trabajadora, que tendrá un nuevo turno para ganarse su salario.

La libertad de comercio no lo es todo

Hechas estas afirmaciones, me queda por establecer una melancólica observación final que no es muy halagüeña: nadie debe pensar que la mera libertad de comercio, nacional e internacional, va a traernos la dicha de manera fulminante. Éste es sólo un elemento. Un elemento importante que facilita la prosperidad creciente, pero hay otros acaso más determinantes, y el esencial es la oferta. Qué producto o servicio ofertamos. Si no nos esforzamos en alcanzar niveles de excelencia en los bienes que pensamos proponer, los esfuerzos no generarán grandes rendimientos. Esto exige un tenso compromiso con la investigación y una agónica lucha por aumentar la competitividad que jamás concluye. El comercio libre es, pues, una condición importante para lograr el éxito, pero es apenas un elemento fundamental de la ecuación económica, pero por sí sólo no realiza milagros.

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